Ha sido muy sonada la jornada tuitera de Carlotti, vicepresidente de Atresmedia, que el pasado viernes se dedicaba a contestar a todos aquellos que, de una manera u otra, entraban a comentar diversas cuestiones televisivas a raíz de la cancelación de Vis a Vis. Partiendo de un cierto malestar en un nutrido grupo de personas que defendían la necesidad de una tercera temporada de la serie, Carlotti hacía un encomiable esfuerzo por responder y dar sus motivos a todo el mundo. Un esfuerzo que, pese a ser muy de agradecer en una persona con su cargo, que no tiene por qué dar explicaciones a nadie y que podría estar en Twitter simplemente como espectador, rozaba la mala educación y la prepotencia en muchas de sus respuestas, en las que no se molestaba en leer e intentar entender lo que se le estaba diciendo, en las que despreciaba al espectador en su conjunto, en donde hablaba de las productoras como entes privilegiados que le deben todo a las televisiones y en las que, también, no se paraba ni medio segundo a plantearse a quién estaba expulsando de su canal con malos modos. Su bronca más sonada ha sido con Javier Olivares, creador y productor de El ministerio del tiempo, a quién afortunadamente sí conocía, pero no por eso ha tratado con mayor respeto que el ofrecido a otros que nos atrevimos a interpelarle, como es mi caso, obviamente mucho menos importante que el de Javier, pero muy significativo a la hora de describir como alguien puede pasarse de soberbio con quién menos lo merece.
Cualquiera de los que me seguís, tanto aquí como en Twitter, sabéis cual ha sido mi opinión sobre Vis a Vis desde el principio. Soy fan total, creo que ha supuesto un antes y un después en la ficción española y que está a la altura, si no por encima, de otras ficciones de su estilo que, solo por el hecho de ser extranjeras, consiguen muchas más portadas y muchos más halagos. Somos muchos los que hemos dicho maravillas de la serie y desde luego, si de algo no soy sospechosa es de no apoyarla. Tanto es así que incluso cuando se anunció su despedida, me alegré tras el primer momento de pena, consciente de que un final precipitado era la garantía de que no la dejarían morir de cualquier manera, saltando de día en día en la parrilla, mendigando un hueco en la semana, lastrada por unas audiencias que no la sostenían. Pese a ello y pese a que específicamente lanzaba a Carlotti un mensaje en el que le mostraba mi apoyo al 100% en la decisión de no seguir con el proyecto, el consejero delegado me respondía con un exabrupto, invitándome a no ver la televisión, su televisión, porque, según dice, no es obligatorio y si no estoy de acuerdo con alguna de sus opiniones, no le intereso como audiencia.
Poco le importa a Carlotti que yo fuera una de las personas que semana a semana ha visto la serie. Poco le importa que los lunes sea espectadora de La Embajada, los martes de Pekín Express, los miércoles de la ya finiquitada Vis a Vis, cada mañana de Al Rojo Vivo y cada access de El Hormiguero, por poner solo alguno de los ejemplos más constantes de mi experiencia televisiva en las últimas semanas. Según Carlotti, yo no le importo nada, no valgo nada porque tengo la desfachatez de considerar que la oferta de televisión en abierto no es, como él mismo no se cansaba de repetir el viernes, una oferta gratuita, sino que los espectadores pagamos con nuestra atención, nuestros ojos, y muy a menudo nuestra infinita paciencia ante pausas publicitarias eternas y mal pautadas.
Los que ponen el dinero son los anunciantes, claro, pero los que consumen esos anuncios, entremezclados con el contenido, somos nosotros, los espectadores. Podemos hablar de que se nos ofrece un producto televisivo sin coste económico, a cambio de un ejercicio de consumo de publicidad, podemos hablar de un trueque, si es que esto le suena mejor a Carlotti o podemos decir que somos solo una bolsa de ojos que se vende al mejor postor a cambio de dinero para seguir haciendo televisión y pagar sueldos, que somos en realidad el producto que se vende y no estaríamos diciendo mentira alguna pues, efectivamente, la cadena de valor del producto televisivo es algo más compleja que la de un tomate o un libro. Sea como sea, lo queramos llamar como lo queramos llamar, es absolutamente impreciso hablar de contenidos GRATIS, así con mayúsculas y con aire de superioridad, como quién está regalando algo porque es un enrollado y nosotros unos desagradecidos que solo sabemos protestar.
A los canales de pago los financiamos con una cuota económica directa, a los canales en abierto con nuestra atención, una nada despreciable, una de la que viven, no solo las televisiones en abierto, también su página web y tantos otros negocios que conforman una cosa llamada economía de la atención que, al parecer, no tiene ningún valor para este señor empresario con años de experiencia que insiste en que, como espectadores somos solo unos «mantenidos» que deberíamos callarnos y estar agradecidos por el regalo que nos hacen con tanto contenido «gratis» a cambio de nada, unos espectadores que, si tienen la osadía de poner en valor su atención y apoyo a la cadena, son respondidos con una invitación a marcharse, como si los hubiera a patadas y no hubiera que cuidarlos. Ay, cuanto se pierde de vista el contexto a veces desde ciertas posiciones de privilegio.
El señor Carlotti tiene mucha suerte de que en su empresa trabaje mucha gente con mucho mayor don de gentes que él, mucha gente que sabe lo importante que es cuidar a quién te cuida, cuidar a quién te valora, valorar a quienes noche tras noche están ahí, al otro lado de la pantalla, aunque no tengan un audímetro, aunque su apoyo no se contabilice, no serán unos gentleman como él, pero saben disimular cuando lo que les dicen no les gusta o cuando la masa se moviliza porque saben, en última instancia, que sin ellos no hay negocio, que mandarles a paseo, a ver la competencia o simplemente no apreciar que hayan estado allí, opinando, es tan valioso como algunas de las transferencias bancarias que las marcas hacen cada mes a la cuenta de su empresa.
Tiene mucha suerte también de que haya grandes productoras arriesgando su dinero, contratando gente para proyectos inciertos que nadie sabe si prosperarán y que ignorarán sus palabras del viernes, en las que también se les acusaba de ser unos mantenidos, que no asumen riesgos y poco menos que trabajan a gastos pagados, afirmaciones estas y tantas otras posiblemente fruto de un mal dominio del idioma, de los 140 caracteres o, podría llegar a ser, de un mal dominio de su posición de poder. Responder a todos no tiene mucho mérito si gran parte de las respuestas, aunque dentro de los límites de la educación, demuestran tanta falta de aprecio por el interlocutor. No hay verdades absolutas y responder no siempre es sinónimo de dialogar.