Lo qué pasó ayer en Masterchef no tiene explicación alguna para mí. Al principio, pensaba que era una cuestión personal, una manera de enfrentarme al programa particular mía, que estoy muy interesada en la parte de cocina y poco en la parte humana (o inhumana) de los concursantes o muy mal acostumbrada, como espectadora de la versión norteamericana del programa que en menos de una hora semanal construye un talent show tan emocionante o más que su homólogo español.
Pero no parece que sea yo la única que ayer se sintió mal presenciando el espectáculo burdo, de mal gusto y falta de compañerismo en que se convirtió la edición del programa, a la vista de la cantidad de comentarios en contra que se podían leer en el correspondiente hashtag de twitter. Pero vayamos por partes:
Tras demostrar una tremenda falta de habilidad en la cocina, con algo tan elemental como un flambeado, Esmeralda era la más que justa eliminada en el programa de ayer. Pero eso casi fue lo de menos: Esmeralda es una mujer en paro, insegura, con un carácter apocado, una clara aversión al enfrentamiento directo y un físico poco agraciado, la típica niña que en el colegio sufriría el rechazo de sus compañeros con facilidad a poco que un par de gallitos del corral decidieran, por un hecho puntual, convertirla en blanco de sus frustraciones. Repito, en el colegio, donde los caracteres están por formar, donde debemos redirigir las conductas de unos niños inmaduros que se dejan llevar por sus instintos más primarios. Hacer el vacío a un compañero es siempre despreciable, pero cuando es algo que hacen los adultos, es más despreciable todavía y retrata tanto al que lo ejerce como al que lo permite.
Y eso es lo que veíamos ayer con toda claridad en el programa. Algo que se veía venir desde la semana pasada, punto álgido del conflicto cuando Esmeralda quiso reconocer un fallo en la prueba de equipos en lugar de dar la razón a su compañera solo por hecho de ser compañeros, un gesto que se interpretó como falta de compañerismo y que terminó por marcar a la concursante, posiblemente ya apartada del grupo en ese momento. En nada ayudó a integrarla el hecho de regalarle una sesión de cambio de imagen, como vimos ayer, que solo sirvió para levantar aún más ampollas con algunas de sus compañeras, que quedaron retratadas otra vez como las arpías que son, mientras el resto de concursantes eran incapaces de dar la cara o pedir un poco de respeto por Esmeralda.
El principal problema de esta edición es, en mi opinión, el hecho de haber dado entrada a un par de gemelas con la personalidad tan fuerte que tienen Virginia y Raquel. En concursos como este donde los participantes han de convivir, cuando alguien tiene la ventaja en la convivencia de estar al lado de un familiar, se siente fuerte y seguro y, si su carácter es especialmente potente y arrollador, es fácil convertirse en el líder de un grupo que siempre busca el apoyo del más fuerte. Y así, nos encontramos con estas dos señoras ejerciendo de dueñas del cortijo, mientras a su alrededor otro par de compañeras cultivan sus instintos más básicos, por algo tan absurdo como la afinidad geográfica, y dejan hacer el resto de concursantes.
La situación es psicológicamente tan básica que podría venir firmada por cualquiera de los responsables de casting de Gran Hermano y sería un fantástico hilo conductor de las galas semanales, con la nominación de Esmeralda semana a semana y su más que posible victoria final, que la resarciría de todos los males vividos. La diferencia es que no estamos ante un reality de convivencia, o eso no es lo que nos han vendido ni lo que esperamos de un programa de la televisión pública, uno que viene acompañado de un patrocinio cultural. Aquí se viene a cocinar, a aprender, a homenajear a Cervantes, a mostrar algunos de los más bellos parajes de las autonomías españolas y sus correspondientes platos típicos, no a ganarse al público por ser el más directo o la víctima de un complot.
Masterchef debería ser un programa de cocina y punto. Obviamente, es interesante resaltar la personalidad de cada uno de los concursantes, saber quienes son más fuertes, más seguros de sí mismos, más rústicos, quienes tienen roces derivados de sus distintas personalidades o de la rivalidad propia de quienes concursan por un premio final. Pero todo ello dentro de los límites de la educación y la humanidad, nunca como un ejemplo de mala convivencia y mala educación que, en primer lugar ha de ser atajado una vez se identifica. Más aún, si se identifica, e independientemente de lo que se haga de forma interna, nunca utilizarlo como elemento esencial del programa, demostrando la falta de calidad humana de unos y otros, mostrando actitudes que resultan desagradables al espectador por el mal trato (nótese el espacio entre ambas palabras) dado a una concursante que no resultaba especialmente simpática, pero que no por ello ha de ser públicamente vilipendiada. El remate final fueron las palabras a cámara de uno de los concursantes reconociendo que no se había actuado bien en otra decisión de edición final del programa que sigo sin comprender.
Si como responsable del producto y todo lo que este implica, dentro y fuera de la estricta competición, no vas a tomar medidas disciplinarias contra unos concursantes que no están comportándose bien ¿para que lo muestras en cámara? Una decisión que solo sirve para humillar más a Esmeralda y para normalizar un comportamiento que, insisto, puede ser aceptable, dentro de un orden, para un programa como Gran Hermano donde se busca maximizar el conflicto, donde los concursantes ya saben a lo que se exponen y pueden incluso jugar con el victimismo para convertirse en ganadores, pero nunca para un concurso de cocina de una televisión pública, nunca.
Masterchef se ha equivocado varias veces con el programa de ayer: permitiendo que pase lo que estaba pasando, convirtiéndolo en protagonista, agravándolo con un trato de favor a la concursante y no afeando la conducta públicamente a sus compañeros. La única explicación que esto podría tener es que la producción del programa considerara que no ha ocurrido nada grave, en cuyo caso, habría cometido otros dos errores más: el de destacarlo como uno de los hilos conductores del programa y el de echar a los leones a otros concursantes que han sido mostrados como malas personas y poco merecedores del favor del público. En cualquiera de los dos casos, salirse del camino de la competición culinaria y caer en el del amarillismo propio de un reality es sin duda, el principal error de un programa que no necesita estas polémicas.
Masterchef hace tiempo que dejó de ser un programa de cocina para convertirse en un reality más. Eso lleva a que se escojan concursantes para dar juego, crear conflicto… no a gente que realmente tenga talento para la cocina. Como consecuencia la cocina no es protagonista, y el jurado ocupa gran parte del tiempo del programa, actuando con una dureza que a veces es también desproporcionada: calificar un plato de alguien que quizás lo ha hecho por primera vez, a contrarreloj, como si estuvieran juzgando a un chef profesional… Si lo comparamos con la versión americana es evidente. Tengo pendiente minutar un programa americano y uno español para ver estas cosas, pero creo que se aprecia a simple vista.