Posiblemente no sea la primera vez que recurro a este dicho pero es que, de nuevo, viene que ni pintado para ilustrar una situación de nuestra televisión que podemos denostar todo lo que queramos, pero que da muestras de ser una estrategia adecuada mes a mes. El dicho es ese que afirma que no puedes luchar contra un cerdo en el barro porque los dos acabaréis de mierda hasta arriba, con la diferencia de que al cerdo le gusta. Esto, trasladado al panorama televisivo de los últimos años, parece estar pensado para algunos contenidos de Telecinco que, no solo no son especialmente edificantes, sino que la propia cadena se esmera en resaltarlos para hacerlos más evidentes, para rebozarse en ellos y disfrutar como niños, no solo mientras los emiten, más todavía cuando al día siguiente los datos de audiencia les recuerdan que no se equivocan.
El último claro ejemplo lo encontramos en la décimo sexta edición de un Gran Hermano que cada año repite fórmula con éxito similar, líder de audiencia sin rival (aunque este año el número de espectadores que lo siguen es inferior a quienes optan por Velvet en Antena 3, el share sigue computando a su favor, ayudado por la duración de una gala que se extiende hasta casi las dos de la madrugada) y líder en resaltar las miserias humanas, los más primitivos instintos y la escasez de cultura de una generación que, reconozcámoslo, no es tan distinta de otros tantos de su edad que simplemente no entran en una casa plagada de cámaras, pero son igualmente cenutrios.
Telecinco podría optar por hacer un Gran Hermano en el que estas cualidades, o la ausencia de ellas, no destacaran por encima de lo que es puro entretenimiento salpicado de horteradas varias, chulitos descontrolados y mucha hormona revolucionada y, sin embargo, año a año insisten en proponerles pruebas culturales para escarnio mayoritario de la audiencia y los que, no siendo audiencia, no dejan de controlar todo lo que pasa dentro de esa caja negra que, en ocasiones, porta mucho más drama que las de algunos aviones siniestrados.
Telecinco podría no resaltar lo burros que son algunos de los concursantes del programa, podría no recordarnos lo poco que algunos aprenden en los colegios, la poca vergüenza que les da decir algunas burradas, la desidia con la que se enfrentan a cuestiones que, no siendo importantes de forma individual, en conjunto suponen una actitud ante la vida que, mucho más que los recortes y los rescates, garantizarían el futuro de nuestras pensiones.
Pero no, en la cadena disfrutan regodeándose en la incultura, haciendo entretenimiento de la ignorancia, a calzón quitado, sin las divertidas y evidentes herramientas de edición de otros programas del grupo como los ¿Quién quiere casarse con mi hijo?, que dan al conjunto un aire de irrealidad que no nos apena de la misma manera y hasta consigue imbuirnos de una superioridad moral que nos hace sentir Cervantes.
Gran Hermano podría esconder muchos de los defectos de sus concursantes que los convierten en el prototipo perfecto de concursante de reality, tan criticado, pero no lo hace, no lo necesita, ni le interesa, y no es porque, como se ha dicho en estos últimos días, el resto de españoles tampoco seamos capaces de responder a todas las preguntas acertadamente (que es algo a discutir) sino por una cuestión elemental de números, los que consigue en audiencia semana a semana, los que consigue en impactos día a día (aquí va el mío de hoy) y los que refuerzan esa sensación de que rebozarse en el barro es divertido y además garantiza la supervivencia.