Acabo de terminar de ver Boodline, otra de las series originales de Netflix, y he de decir que me ha encantado. Es ese tipo de producto lento y de ambiente asfixiante que logra encandilarme con frecuencia, como en el caso de Top of the lake, Rectify o la reciente The Affair. Creo que es una característica que también tenían True Detective o The Revenants, todas ellas tremendamente potentes en un segundo nivel, como si estuviéramos frente a un cuadro que tras la primera capa de óleo, escondiera una serie de rectificaciones en las que verdaderamente reside lo importante, invitando a escudriñar tras los personajes y sus sentimientos más allá de lo que manifiestan públicamente.
En el caso de Bloodline, me la hubiera perdido de haber hecho caso de esta critica que afirmaba que las series de Netflix tienen un problema, y es que en ellas nunca pasa nada, y que la ponía como ejemplo palmario de este defecto. Creo que su autor simplemente no ha entendido nada, no ha sido capaz de pasar de esa primera capa de la historia, de meterse en ella con todo, de casi fundirse con los personajes. Es cierto que en este caso no es muy fácil, por la propia estructura de la narración, que viaja hacia delante y hacia atrás en el tiempo de forma quizá confusa en un primer momento. Reconozco que tuve que leer los recaps de los primeros tres episodios para entender qué estaba ocurriendo, porque yo misma estaba algo despistada, pero tras centrarme y convencerme de que esta era una serie que no se podía ver al mismo tiempo que haces otra cosa, mi atención exclusiva me sumergió por completo en la vida de los Rayburn.
Es cierto también que los trece episodios transcurren con sosiego, que apenas la escena final de cada uno de ellos logra provocar un respingo en el espectador, alimentando el interés por devorar el siguiente o que la investigación paralela es poco menos que un adorno, pero no es menos importante comprobar la capacidad de la serie de incomodarnos cada vez que Danny aparece frente a sus hermanos, de hacernos sentir la tensión incómoda al principio, casi insoportable a medida que transcurren los episodios. Somos capaces de ver su falsedad en cada uno de sus actos, de adivinar sus estratagemas, de verle venir, mientras dejamos la puerta abierta a la comprensión, casi como si fuéramos uno de sus hermanos, deseosos de comprenderle, de entender su amargura, ansiosos por saber qué pasó y por qué se volvió de esta manera. Pero nada, absolutamente nada, nos prepara para el desenlace brutal que presenciamos en el penúltimo episodio. Quién afirme que no pasa nada es que sencillamente no ha sentido nada.
Bloodline ha sido renovada para una segunda temporada y en su última entrega se adivina casi a la perfección donde terminaba la que hubiera sido una temporada única y brillante, con esa voz en off del John del primer episodio, un estupendo Kyle Chandler a quién al principio cuesta ver como algo distinto al entrenador Taylor, que cierra el círculo con esas mismas palabras contextualizadas, con esa imagen del mar, idílico y solitario, en el que la vida de los Rayburn se hace pedazos. No recuerdo una serie con flashbacks recurrentes que hubiera terminado mejor que esta en ese mismo punto. Pero la renovación exigía abrir un nuevo camino y, aunque no hubiera sido del todo necesario hacerlo de forma explícita, los últimos minutos de Bloodline colocan a cada personaje en su nueva andadura, a la espera de los acontecimientos, con inesperadas revelaciones. Definitivamente, será otra cosa, difícilmente será mejor.