Anoche terminaba la segunda edición de Masterchef siendo líder de audiencia un miércoles más, haciendo record incluso, demostrando que el formato está sano y sigue interesando a la audiencia, a pesar de que este año el casting ha sido bastante flojo y la falta de talento entre los concursantes ha sido sustituida por más reality, más discusiones y malos rollos entre compañeros y un descontento generalizado entre los espectadores, que no vienen a la cadena pública a ver este tipo de contenidos, algo que debería corregirse de cara a una tercera temporada.
Pero no ha sido este giro a la polémica lo que menos me ha gustado de la edición del programa, sino el pinchazo de la expulsión de un Emil que era, sin ninguna duda, el único posible rival que la ganadora, Vicky, tenía en esos fogones. Introvertido y algo prepotente, el alumno aventajado de la cocina de Masterchef podía no caer bien, pero no cabía duda alguna de que sabía lo que hacía cuando se metía en el supermercado, cuando cocinaba sus recetas y presentaba sus platos. Pecando de saber que sabe lo que hace mejor que sus compañeros, ha sufrido lo que otros muchos han pasado en distintas facetas de su vida, ese juicio extremo de quienes saben que el alumno está por encima de sus compañeros y por tanto ha de exigírsele más, ha de ser juzgado más duramente, posiblemente por su bien, para que no se acomode en las cosas que ya sabe hacer. Y eso le ha pasado a Emil.
Bien para una academia de cocineros, bien para una formación de profesionales exigente y responsable, pero muy mal para un programa de televisión en el que hay que mantener la tensión narrativa, donde es fundamental atrapar al espectador, que no sepa qué pasará en la siguiente prueba, que tenga tantas dudas sobre el desenlace como sea posible crear, sin manipular los resultados. Sí, fue muy sorprendente la eliminación de Emil y nos dejó a todos boquiabiertos, pero desde ese minuto final del programa en que abandonaba la competición, yo solo podía pensar en una cosa: Vicky va a ganar. No había duda.
No dejé de ver la final por ello, como tampoco lo han hecho más de tres millones de espectadores, pero es una pena que haya tenido tan poco interés. No ha sido el único punto negativo de este remate de temporada: el extraño planteamiento hecho ayer en el que a las 23:30 ya teníamos resolución y se rellenaron dos horas de programa con entrevistas, tomas falsas y otros contenidos de relleno fue verdaderamente sorprendente. Una vez más, se recurre a un formato más propio de reality, en el que se reavivan rencilla, en el que se revisa el pasado, para que los protagonistas charloteen sobre ello sin mayor interés real y sin sentido (una vez más, echo de menos tener acceso a esa curva de audiencia de las tres horas del programa).
Masterchef es un programa de una excelente producción. Sus pruebas en exteriores son ambiciosas (aunque habría que buscar patrocinadores que no sean la ‘jet-set’ marbellí), sus homenajes al ejército o los pescadores, sus visitas a playas, monumentos arquitectónicos y estaciones de esquí son lucidas y un buen reclamo turístico y la edición de las piezas impecable. Sería una pena que evolucionara hacia lo que no es y esto es algo que deberán analizar con detenimiento para el año próximo: más cocina, menos reality y mucha competición y pruebas prácticas, que la tele está llena de debates y enfrentamientos entre personajes absolutamente innecesarios. No hemos venido aquí para esto.
No estoy en absoluto de acuerdo con las opiniones sobre que Emil debía estar en la final. Hacía ya tiempo que su único papel era el de criticar todo lo que hacían los demás, derivado de su falta de evolución, cosa que los dos finalistas sí han demostrado. El catalán se pasaba de listo y de redicho, creía saberlo todo, no tenía la más mínima humildad, no consentía que los jurados (los verdaderos ganadores) pusieran objeciones a sus platos. Se veía finalista y se quedó a las puertas.
La edición anterior pasó lo mismo con José David, que iba de estrella pero acabó fuera porque no supo aprender no ya a cocinar o evolucionar, sino a observar por qué Fabián sobrevivía programa tras programa o por qué José Manuel y Eva estaban cada vez más lejos. No vio qué estaban buscando en los finalistas, pensó que no necesitaba esforzarse y eso lo perdió.
Además, Emil perdió ante un repescado como Cristóbal. Perder ante Mateo o Vicky, que tenían trayectoria progresiva, era plausible, pero que le haya pasado por encima un candidato que ya demostró no saber cocinar antes de su repesca ni después: la escena en la embajada de Italia, echando agua en una sartén donde había aceite ardiendo -y punto negativo para los chefs que no enseñaron un mínimo de seguridad en el trabajo y que dejaron que casi se carbonice vivo, tirando a la basura todas las recomendaciones sobre salud laboral- demuestra que no pasó por ser mejor, sino por tener más suerte.
Yo creo que su eliminación fue justa.