La cosa empieza mal conmigo porque directamente pasamos del mundo de la repostería al del circo, que para mí ha sido siempre un mundo muy poco atractivo. En cualquier caso, las localizaciones e invitados para los que se suele cocinar en este tipo de programas acostumbran a ser meros accesorios del conjunto y no deberían afectar a la percepción general del programa y procuro ignorarlo. Pese a todo, se ve que en este caso es importante todo lo que rodea a la receta, haciendo hincapié en la decoración, los comensales y desde dónde se verán las creaciones. Un elemento diferenciador con otros programas similares que hemos visto, que puede dotar de originalidad al programa y hacerlo algo más dinámico, distinto, pero que también puede distraernos del interés primigenio del formato: la cocina.
Me gusta que los concursantes tengan que ir a un supermercado real a hacer la compra. Pese a que soy fan total del supermercado propio de Masterchef, un paraíso de cualquier cocinillas casero, es buena cosa que tengamos la visión de la realidad de cómo las cosas se buscan y organizan en los lineales, de cómo pueden sustituirse unos productos por otros cuando no es temporada o alguien ha tenido una idea que, carrito en mano, no resulta ser tan fácil.
Me gusta también que se incremente el concepto gynkana con la necesidad de guiarse por la ciudad para llegar al supermercado o al destino de la prueba, asegurándose de que las tartas no se desparraman en un contenedor cien veces más grande de lo necesario. Lo hemos visto en algunos de los programas de tartas más conocidos de la televisión, en los que reposteros y creadores se estresan por las calles de EE.UU. intentando llegar a bodas y cumpleaños sin que las tartas que han estado haciendo durante días sufran el más mínimo rasguño.
El programa arranca algo lento, demasiado tiempo invertido en el conflicto, la discusión sobre la elección y elaboración de las recetas. Está bien en un primer programa para conocer las dinámicas de grupo y las personalidades de cada concursante, pero quizá el espectador medio de este tipo de concurso esté más interesado en verles cocinar y sus resultados que en cómo llegan a la conclusión de que eso es lo que quieren hacer y cómo se reparten las responsabilidades.
Como ocurre siempre en estos programas, las primeras entregas son muy importantes para captar la atención, pero también son las más difíciles de enganchar, pues es inevitable sentir indiferencia por sus protagonistas, que solo se harán un hueco en nuestras filias y fobias a medida que avancen las entregas. El necesario equilibrio entre mostrar las distintas personalidades de los concursantes y no despistarse del interés en la cocina es clave para que un programa de este tipo avance, si además nos encontramos ante el enésimo programa de las mismas características, la cosa se complica y el programa solo funciona en parte.
Deja sitio para el postre suponía el regreso a televisión de Raquel Sánchez Silva, retirada de las cámaras, no solo por su delicado momento personal, también por la ausencia de un proyecto que encajara con ella y que la hubiera traído de vuelta posiblemente mucho antes. En este programa está como es ella, dulce, en ocasiones algo sobreactuada y frecuentemente gritona. Eso sí, un figurín.
Deja sitio para el postre no es un mal programa, aunque quizá se beneficiaría de un recorte en su duración. Es el defecto habitual de algunos de los programas de la televisión española pero creo que en esta ocasión se manifiesta más que en otros programas similares. No lo verán nuestros ojos.
El primer día aterraron a la audiencia con unos cástings indigeribles. Rodar en un hotel no es la mejor idea para tener buenos planos: no hay espacio y el realizador solventó los problemas a basde de planos cerradísimos y ángulos claustrofóbicos. La sarta de fondants, bizcochos y magdalenas decoradas formaban un desfile de bostezos: sólo la tarta-cráneo de homínido desperó algún interés.
El martes el programa mejoró algo pero no puede desligarse de la falta de ritmo, al menos si la comparas con MasterChef. Por otro lado, ver los errores de novato (pero muy novato) que cometían constantemente es divertido y no anticipa que el resultado va a ser brillante: bizcochos más tiesos que el carbón, nata saliendo a borbotones, el Asperger de las figuritas de fondant que se dedicaba a ahuyentar cualquier ayuda, los egos disparados de la francesa y sus compañeros… Aquello parecía que iba a acabar en desastre, pero al final remontan, no sé cómo.
Lo mejor fue ver a mi querido Mikel Iturriaga devorando tatins, o lo que fuera aquello.
A mi tanto dulce me empacha, la verdad. Le falta algo a este programa y creo que es unos concursantes que den más guerra.
El jurado, insorportable.