Vivimos tiempos desasosegantes en los que criminales de todos los tipos posibles asoman sus caras fuera de la cárcel después de años encerrados por asesinatos múltiples, violaciones en serie y atentados devastadores. Nada que no haya pasado anteriormente, cuando los delincuentes cumplían sus penas, a menudo reducidas a la mínima expresión, y salían de prisión sin rehabilitar, sin arrepentirse y quién sabe con qué intenciones. La diferencia ahora es que lo están haciendo todos a la vez y que la presión mediática que en su momento tuvieron sus acciones hace que, como ciudadanos, tengamos mucho más presentes sus delitos y nos parezca todo insultante y atroz.
En este contexto, las cadenas de televisión no pueden evitar estar encima de la noticia, a las puertas de cada cárcel de la que sale un delincuente, buscando captar esas primeras declaraciones, descubrir el rostro del monstruo y ponernos los pelos de punta a todos mientras hablan de informes que constatan la no recuperación de algunos y la falta de arrepentimiento de otros. Unos se prestan a hacer declaraciones a su salida de prisión, declaraciones en las que afirman estar arrepentidos de su crimen, en las que dicen que no volverían a hacer algo así jamás, mientras otros, cubiertos de ropa hasta las orejas, intentan pasar desapercibidos, escondiéndose de la prensa y dando la sensación de que se encaminan a la inevitable repetición de una tragedia.
Y son precisamente estos últimos, los que se esconden, los que de algún modo enfermizo parecen despertar el mayor interés morboso en los medios y los ciudadanos, que quieren saber a dónde van, dónde vivirán, qué precauciones debemos tener. Es razonable pensar que queramos saber qué aspecto tienen estas personas y dónde van a instalarse, algo que posiblemente vaya en contra de su legítimo derecho a la reinserción social, pero que es tan natural como el miedo, la necesidad de proteger a nuestras familias y el propio instinto de supervivencia. Y ahí es donde los medios de comunicación se mueven en la fina línea entre informar de algo que la sociedad demanda o caer en el morbo fácil y rozar el encumbramiento de un criminal.
En otros tiempos, no hace tanto, las cadenas habrían apostado por ofrecer platós y dinero a estas personas por aparecer en televisión y contarlo todo pero hoy en día, gracias a un importante grupo de ciudadanos liderados por Pablo Herreros y hartos de la falta de sensibilidad de los medios, esto parece imposible. No es ya que las cadenas no se planteen pagar a los asesinos por sus declaraciones, es que es difícil armar una pieza o un programa en el que tengan cabida sus palabras sin arriesgarse a generar un nuevo efecto de rechazo masivo, independientemente de que hayan sido pagados por ellas o no. Tan fuerte fue la presión del movimiento popular en el caso La Noria, que ahora ya no solo estamos vigilantes los espectadores, también lo están las propias cadenas con su competencia y las marcas con todo aquel programa con algún atisbo de presencia impropia.
A propósito de este tema escribe también hoy el propio Pablo Herreros, insistiendo en su loable interés por que las cadenas firmen un compromiso en este sentido, que lo hagan voluntariamente o que se promulgue una ley que así lo prohíba. Y si bien, con muchos matices, puedo estar de acuerdo con Pablo en esta necesidad, creo que los ciudadanos y las empresas no podemos relajarnos y dejar en manos de terceros esta responsabilidad. Hoy en día tenemos un poder como grupo hasta ahora desconocido, un poder que no necesita de violencia ni presencia física en un mismo lugar a la misma hora, un poder que nos permite estar vigilantes, hacer correr la voz sobre prácticas que no nos gustan y ejercer nuestro derecho al pataleo, a la libertad de comprar unos productos, de elegir con quién nos informamos y nos entretenemos y de sacar los colores a quién hace las cosas de forma que consideramos poco ética, inadecuada o irrespetuosa. En los tiempos que vivimos y para algunas cuestiones no tienen por que ser necesarias leyes restrictivas ni prohibiciones, pues la capacidad de organizarnos para dar nuestra opinión y mostrar nuestro rechazo a ciertas cosas es mucho mayor de lo que ha sido nunca. En cierto modo, somos más libres que nunca, nuestra voz suena más alta que nunca y debemos utilizarla para formar parte de la sociedad activamente y sin dejar toda la responsabilidad de lo que ocurre o no ocurre en manos de leyes y poderes políticos. Es nuestra obligación implicarnos y actuar, hacer buena esa lógica que dice que la televisión nos da lo que demandamos, que somos culpables de sus contenidos y demostrar que, efectivamente es así y que, como sociedad, no queremos ver a criminales ni a terroristas, no queremos que tengan su minuto de gloria, no queremos que se lucren a costa de lo que hicieron.
Hacemos siempre mucho hincapié en el tema televisivo pero, y si alguno escribe un libro ¿qué? ¿lo vamos a comprar?
Yo no estoy en contra de que se entreviste a los protagonistas de un hecho noticiable y que tiene interés informativo. Otra cosa es que se le pague dinero y se nos remuevan las tripas al pensar que, encima, recibe una suerte de premio por haberle jodido la vida a alguien. Es inevitable pensar en los familiares de las víctimas y en lo que deben sentir al ver que se le da un púlpito público y, para más inri, remunerado al responsable de su dolor. Pero no me parece mal que se entreviste al protagonista de un suceso. Y lo que no entiendo es por qué, desde el «caso la noria», los medios españoles se autocensuran tanto y por qué se armó tal escándalo por algo que lleva pasando desde que existen los medios. Vamos a ver: que se le puso una alcachofa delante de la boca a Lee Harvey Oswald horas después de asesinar (presuntamente) a Kennedy, se ha entrevistado a Charles Manson, a Ice Man, a la Duornos… y así una larguísima lista de asesinos que utilizan el micro para decir que no se arrepienten y lo volverían a hacer. ¿Dónde estaban todos estos indignados entonces?