Me entretiene ver Salvados, me entretiene ver las cuestiones que plantea y cómo en cada programa parece erigirse en guardián de la verdad, arropado por un montón de gente que se sorprende con sus descubrimientos, que se indigna con algunas respuestas de políticos y responsables de instituciones relevantes para la sociedad, mucho más con los argumentos que van implícitos en alguna de las preguntas.
Salvados tiene muchas cosas buenas, la principal, la capacidad para incomodar a sus entrevistados, ya solo con llamarles para pedir su presencia en el programa, cuando las cámaras son testigo de las molestas preguntas de Évole y seguro que aún más cuando ven la edición final del programa. La brillantez de Salvados, su principal elemento de conexión con su público, es el placer que este siente al ver a los todopoderosos revolverse en sus sillas, inquietos ante lo que se les viene, apuntados con el dedo. Aparte de los datos que nos aporte, de las cuestiones que plantea, ver Salvados tiene un puntillo sádico que conquista al espectador, un punto en el que disfrutamos viendo sufrir a los demás, unos individuos que, por su trabajo, son poderosos en los sectores en los que trabajan y que siempre nos afectan de algún modo, sea desde el poder legislativo, desde el sector alimenticio, la energías que precisamos y usamos para nuestro día a día. Salvados mola porque es el listillo que planta cara a los abusones de la clase.
Sin embargo, cuanto más veo el programa, más demagogia veo en sus argumentaciones, más extremista veo a un Jordi Évole que se encuentra comodísimo en su papel de representante de la sociedad oprimida pero que, en no pocas ocasiones, hace razonamientos que tampoco representan la verdad absoluta, hace trampitas televisivas para que algunos protagonistas con dificultades para comunicarse parezcan malvados en lugar de simplemente torpes y para llevar a su terreno cuestiones que están llenas de matices que nunca se muestran en la edición final.
Pero puedo entenderlo: en los tiempos en los que el periodismo está de capa caída y son muy pocos ya los que piensan que representa ese cuarto poder, apreciado y hasta venerado por ejercer un necesario control de políticos e instituciones desde el punto de vista de los ciudadano, la investigación medida parece que no sirve. En una época en la que no creemos nada de lo que los políticos dicen, parece necesario que los periodistas se vayan también al extremo, retorciendo los argumentos y haciendo cierta demagogia para conseguir que el mensaje cale, del mismo modo que uno cree que debería engañar en su curriculum porque el futuro empleador siempre pensará que mientes y entonces, si eres fiel a la verdad, perderás el valor de parte de tu auténtica experiencia.
Una vez más, la política y el periodismo van de la mano en sus defectos, cada uno en un extremo de la realidad: unos exageran sus bondades para que, al restar su mala imagen, podamos encontrar un punto mínimo de aceptación, mientras que los otros exageran sus preguntas y conclusiones para que, restado lo que ya damos por sentado de la maldad de los actos de los primeros, seamos capaces de ver realmente lo que se esconde tras sus argumentos, sus excusas y sus poses de dirigentes con interés por el bien común.
Todo empieza con un sano interés por encontrar la verdad pero, al final, no tengo claro que no terminen por encontrarse en la puerta de atrás, cada uno jugando a su juego, como esas cadenas de mails con argumentos terribles en contra de algún gobierno local, del ejército, de redes de delincuentes que atacan tu móvil y ordenador o peligros insospechados en el supermercado, que terminamos por enviar directamente a la papelera, arriesgándonos a pasar por alto algún aviso importante.
No hay que olvidar de donde venimos: Jordi Évole se hizo conocido en el papel del Follonero para Buenafuente. Nunca será un aséptico periodista de crónica, es un agitador de conciencias.