Habitualmente utilizamos la palabra circo de forma negativa cuando nos referimos a determinados programas de televisión, cuando hablamos de cuestiones políticas o deportivas, incluso es común utilizarlo para referirnos al ruido mediático que acompaña a ciertas cuestiones de actualidad. Esta utilización de la palabra es legítima, pues una de sus acepciones responde precisamente a ese caos, ese desorden que se produce en algunas ocasiones. La televisión es con frecuencia un circo y, cuando ese desorden está bien llevado, acostumbra a ser un circo que da muy buenos resultados de audiencia.
Sin embargo, hoy quiero referirme a la televisión como circo en su primera acepción, la que remite a una serie de personajes que pasan la vida de pueblo en pueblo, montando sus carpas y arriesgando sus vidas para entretener a la gente y sobrevivir, ese circo que a mí personalmente nunca me ha gustado por lo que tiene de triste trasfondo, pero que hace las delicias de niños y mayores en todos los lugares por los que pasa, un circo donde trapecistas y domadores arriesgan su vida cada día para ganarse el pan dejando boquiabiertos a los asistentes y esperando que sus osadías atraigan a más y más personas a su negocio. Si los trapecistas además saltan sin red, mucho mejor para el negocio.
Nunca he entendido el interés de algunas personas por disfrutar viendo a los demás arriesgar su vida tontamete, pagar por la posibilidad de ver al domador comido por los leones, a la chica guapa aplastada por el elefante o a los trapecistas estampados contra el suelo. Yo no lo entiendo, pero existe; junto con alguna otra, es una de las profesiones más viejas del mundo y, pese a haber sido noticia en no pocas ocasiones por errores y accidentes dramáticos, el circo sigue existiendo y nadie reprocha el riesgo que conlleva para sus integrantes el desear poner las cosas al límite en pos del éxito de público.
Sin embargo, cuando las cosas se trasladan a televisión, todo se vuelve más crítico, todo se mira con lupa y arrecian los que consideran que la televisión debe estar más vigilada que otros sectores, más criticada que ninguno. Porque ese circo que tantos siglos lleva entreteniendo a las personas, no es más que el origen de programas como ¿Qué apostamos?, en cuya versión alemana hemos podido ver a un hombre casi morir tras un terrible accidente. Dramático, sin duda. En el límite de lo que debe mostrarse en televisión, quizás, pero no más arriesgado que aquello que podemos ver en circos de todo el mundo y hasta en retransmisiones deportivas donde niños de 16 años arriesgan su vida pilotando motocicletas con tres o cuatro huesos rotos. Hasta el libro Guiness de los records no es más que una llamada a hacer el bestia en pos de un pedacito de gloria.
Lo que ha ocurrido en Alemania es un accidente, uno que podría haber sido evitado, pero la culpa no es de un programa de televisión que busca la audiencia masiva a cambio de cualquier cosa, sino de una costumbre ancestral de los seres humanos que nos hace disfrutar viendo el riesgo, las situaciones límite, la muerte asomar por una rendija. No defiendo que se permitan estas cosas en televisión, solo creo que, de prohibirse, hay muchos otros ejemplos que también deberían ser prohibidos y que, por alguna razón, nos parecen mucho más naturales cuando son exactamente la misma barbaridad.
¡Muy de acuerdo!
Las cosas en su contexto.
Saludos.