Hace más de tres meses empezaba una nueva edición de Operación Triunfo y con ella, una nueva generación que no había vivido la primera entrega del programa (la única comparable a esta hornada) se dejaba caer en brazos de unos desconocidos que, para siempre, formarán parte de sus recuerdos televisivos más intensos, curiosamente en una generación que parecía haber abandonado la televisión para siempre. Con ellos, un nutrido grupo de críticos televisivos y opinadores varios que ya habíamos pasado por esto hace más de quince años, nos lanzábamos a la pantalla con curiosidad para ver de qué manera se había adaptado a los nuevos tiempos este formato, solo para encontrarnos, al menos en su estreno, con una pequeña decepción que no pudimos evitar trasladar a nuestros respectivos medios.
Ninguno de nosotros imaginaba, en aquella noche de octubre, la repercusión que el programa lograría en tres meses, ni muchísimo menos esa audiencia final, con casi cuatro millones de espectadores y un 30% de share, datos reservados para las grandes citas deportivas y que sorprendentemente superaban en mucho, muchísimo, la media de audiencia que el programa llevaba hasta el momento. La pregunta es ¿tánto cambió el programa desde su estreno hasta ese broche final? ¿tánto se pulieron sus defectos?. Sinceramente, creo que no, que hemos sido nosotros como espectadores quienes hemos dejado de lado todas esas cosas para centrarnos en lo verdaderamente importante, lo que nos ha llegado, lo que ha calado de la edición, que no ha sido otra cosa que los propios concursantes, su calidad artística y sus relaciones personales, entre ellos y con los profesores, otro de los grandes castings del año.
Cinco cosas destacaba yo en mi primera crítica que estaban también entre las más comentadas en esas primeras semanas y que, a la vista esta, poco han cambiado en este tiempo.
El sonido: un problema que destacó especialmente en la primera gala y que en la última fue casi tan protagonista como la propia Amaia, desluciendo un final que debería haber sido apoteósico y que terminó siendo muy de andar por casa, sin la implicación del público, que no oía nada en plató y sin la actuación de un David Bisbal que se anunciaba como colofón a una noche extraordinaria. Que a menudo sonaran mejor los ensayos generales de los pases de micros dentro de la academia que la propia gala era un comentario más que frecuente.
El vestuario: aunque algo mejor que en ediciones anteriores, podría haber destacado mucho más y, sobre todo, podría haber mostrado un cierto esmero en la elección de prendas para algunos de los concursantes, que semana a semana parecían no pasar por más de un cambio de chaqueta, como el caso de Miriam, por poner solo el ejemplo más destacado al llegar a ser finalista.
La realización: me cuesta criticarla de nuevo porque me consta que la reputación de sus responsables es más que notable, pero en no pocas ocasiones se han perdido momentos importantes de las actuaciones por culpa de un innecesario plano recurso. En casos tan particulares como este en que los fans se saben al dedillo cuales son los pasos de baile que más cuestan al concursante o cual es el momento en que una frase le va a llenar los ojos de lágrimas, es esencial estar muy pendiente de los detalles y renunciar al espectáculo general en beneficio de la anécdota y aquí ha faltado eso en algunas ocasiones. Todo lo contrario que pasaba en el 24 horas, donde la realización parecía, a menudo, hecha por los propios fans del programa.
El presentador: aquí sí se ha ganado tanto con el paso de las galas que puedo afirmar que Roberto Leal es tan ganador como cualquiera de los finalistas y sus canciones. Es cierto que en un principio estaba algo tenso y comedido pero, una vez se soltó y se le permitió formar parte del show, ha sido sin ninguna duda un elemento brillante del programa y afirmo también que su mejor presentador hasta la fecha. Sus momentos de la verdad: el día que formó parte de la actuación de Miriam bailando con ella un tema de Whitney Houston y el primer día que apareció por el chat para demostrar su sentido del humor. Que en la academia le llamaran Roberto Ideal no es más que el reflejo de lo que muchos pensamos de él y su desempeño en el programa.
El chat: precisamente hablando de este post-show que nos ofrecían cada lunes después de la gala he de decir que sigo pensando lo mismo que el primer día, no me gusta. Demasiado barullo, demasiado preparado, mucho teatrillo innecesario. No sé si se trataba de no proporcionar a los concursantes demasiada información del exterior o cual era el motivo del cambio, pero siempre he pensado, y me reitero, que la función del chat y lo que a mí me hubiera gustado ver es la manera en que recibían mensajes de la audiencia, de sus familias, de otros cantantes, como había sido antes y de dónde toma el nombre esta parte del programa. Al final, tal como estaba planteado, se forzaban algunas situaciones muy absurdas, se formaba un follón muy poco televisivo y, solo cuando se ha ido reduciendo el número de concursantes y todo estaba más tranquilo, ha llegado a tener algún sentido.
Cuando me acuerdo de la caña que le dimos al programa en sus primeras semanas y el resultado final que ha dado tengo sentimientos encontrados, pues no creo que nos equivocáramos en aquello que criticábamos, ni creo que mejorara mucho, como se puede ver, simplemente no hizo falta porque todo lo demás funcionó tan bien que era más que suficiente para conquistarnos a todos. El 24 horas y su magnífica realización ha sido fundamental en esta evolución, la calidad humana de los profesores ha calado en todos los que les hemos visto sufrir, emocionarse, enorgullecerse de sus pupilos como si de hijos suyos se tratara y el renacer de Noemí Galera como madre superiora a la que adoramos, por encima de todo lo que la habíamos odiado en ediciones anteriores en las que formaba parte del jurado, son solo alguno de los elementos que este año han funcionado como un reloj y nos han dejado un tremendo vacío con su ausencia. OT volverá posiblemente en otoño con una nueva edición, pero todos sabemos que nunca será lo mismo.