He de reconocer que cuando se anunció la puesta en marcha de la producción de El Caso Asunta no tenía demasiadas esperanzas en que fuera a resultar especialmente interesante o mínimamente parecido a alguna de las producciones similares que, llegadas de EE.UU., nos han fascinado en estos últimos años. Pensaba que el caso estaba muy claro y que las posibles revelaciones o vueltas de tuerca que tenían estas últimas no se daban en el caso Asunta, como tampoco se daban circunstancias especialmente escandalosas en la gestión de testigos o declaraciones de los implicados que pudieran hacer que nos echáramos las manos a la cabeza. Todo estaba contado ya, todo se había ido desgranando con tal minuciosidad en los informativos y especialmente en los magazines matinales, que el interés por conocer nuevos datos o nuevas declaraciones era complicado de despertar. Yo misma afirmaba rotundamente que no había nada nuevo que contar, nada que nos hiciera pensar que el juicio no había sido justo. Sin embargo, tenía curiosidad por saber cómo se afrontaba el proyecto, cómo se trataba un caso tan delicado en el que todos nos hemos horrorizado con la crueldad de unos padres capaces de asesinar a su propia hija en circunstancias muy poco claras y aún sin desvelar.
El Caso Asunta afronta así un episodio criminal en el que casi todos tenemos ya nuestra opinión perfectamente moldeada, uno en el que todo lo que no está claro no nos importa, porque desde el principio creímos en la culpabilidad de unos padres, como mínimo raros y con extrañas conversaciones que nos hacían intuir un secreto, uno suficientemente oscuro como para justificar una maldad que ya les hace capaces de matar… no necesitábamos más, ni siquiera el juicio o la condena. Y es aquí donde la producción de Bambú y Antena 3 cobra especial relevancia, en su capacidad para poner todas las cartas sobre la mesa y hacernos dudar, en su capacidad para removernos por dentro y hacernos, por momentos, simpatizar con unos ciudadanos que, en contra de lo que creemos tener claro, están siendo injustamente juzgados por un jurado popular que no atiende a dudas razonables o pruebas poco concluyentes.
A la vista de todo lo que se nos fue ofreciendo en su momento por los medios de comunicación, tanto datos como pruebas evidentes, no parece existir mucha duda en torno a la culpabilidad de unos padres cuya hija aparece muerta cerca de su casa de campo, con evidentes signos de haber sido drogada a lo largo de varios meses, su cuerpo depositado con mimo y cuidado para ser localizado rápidamente (cuánto hemos aprendido con los CSI y otros procedimentales de la manera en que se deducen sospechosos a la vista de la manera en que los cadáveres son encontrados) y con sospechosas conversaciones entre padre y madre que nos hacen intuir misterios y que, por encima de todo, dejan en evidencia que hablan para las cámaras y micros que les están grabando, con un discurso aprendido de antemano, con una frialdad que hace de sus palabras un mero teatro.
Y sin embargo, con esa certeza con la que muchos nos aproximamos a la serie, descubrimos que hay demasiadas cosas extrañas en este proceso, demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas pruebas poco claras, demasiadas dudas, no sé si razonables, pero quizá suficientes para sustentar jurídicamente un veredicto diferente del que sale de un jurado popular, horrorizado por el caso como el común de los mortales, centrado únicamente en las pruebas, o quizá debiéramos decir indicios, que apuntan a estos padres. Personalmente, creo que me hubiera horrorizado aún más que hubieran salido absueltos, pero no puedo evitar sentir cierta incomodidad viendo el programa y siendo consciente de cómo uno puede acabar con sus huesos en la cárcel con tantos indicios no probados o contradictorios.
Es aquí donde cobre todo su valor esta producción, donde se pone el foco de la narración, donde se consigue eso que siempre pido a un programa de televisión: que me despierte sentimientos, aunque sean unos que no me gusten. Y este es el caso porque, detestando como detesto a estos dos personajes, convencida como estoy de que son culpables de la muerte de su hija, Ramón Campos y su equipo consiguen generarme dudas, consiguen hacerme pensar, consiguen cabrearme porque fiscales, peritos y policías no hagan su trabajo lo suficientemente bien como para rebatir todas estas dudas, como para que no quede ni una pequeña rendija por la que ver una luz que no cuadra. Consiguen hacerme pensar que, de no haber sido porque había un jurado popular a cargo del caso, un juez estricto y guiado por la ley al pie de la letra puede que no hubiera tenido elementos para concluir que los acusados eran culpables. No porque no lo sean, sino porque las pruebas no han sido suficientemente contundentes.