(OJO: Spoilers sobre los dos últimos episodios de Girls)
Desde su inicio he tenido una relación incómoda con Girls. En ocasiones me parecía una serie valiente con algunos temas, o más bien con la forma de presentarlos, pero en otras me daba la sensación de ser pura fachada, de utilizar el recurrente desnudo de su protagonista para justificar que era muy moderna y muy feminista para terminar mostrando un cuerpo desnudo de forma tan innecesaria como tantas otras veces en las que nos quejamos de puro machismo o utilización del cuerpo femenino para vender.
Además, nunca he conseguido que me caiga bien una sola de sus protagonistas, ni tan solo uno de los secundarios, lo que me hace pensar qué demonios he estado haciendo durante seis años siguiendo las andanzas de estas neoyorkinas inmaduras y malcriadas que, si efectivamente son la voz de una generación, definitivamente no son la mía, pero no porque no seamos de la misma generación, que también, sino porque a su edad yo tampoco me hubiera sentido identificada con ellas.
Pese a todo, el constante hablar y hablar de las cosas que se retrataban y de cómo lo hacían me ha hecho estar junto a ellas durante las seis temporadas que ha durado su irritante historia y sí es cierto que han tenido momentos muy brillantes, escenas que olvidaban la permanente idealización de las cosas en el cine y la televisión para mostrarlas con una naturalidad casi cómica. En esta última temporada por ejemplo, no pude evitar sentir mucha ternura cuando Hannah se enrolla en la playa con su profesor de Surf y pasamos de las románticas escenas de sexo en la playa a la evidente incomodidad de las olas golpeando y metiéndote arena en los sitios más insospechados. Esa era creo, la esencia de esta serie, apartarse de la belleza irreal de las cosas, la que solo está en nuestros pensamientos y en la forma en la que las recordamos, para mostrar con total realismo lo que de verdad es un momento como este y otros tantos otros similares que, si viéramos grabados en nuestras propias vidas se parecerían mucho a más a la fealdad de las escenas de Girls que a las bellas recreaciones de El diario de Noa. Si la idea era que una generación fuera consciente de que las cosas no son como en las películas, está claro que lo han conseguido pero ¿necesitábamos realmente que nos lo explicaran así?
Con sus altibajos, Girls hubiera tenido un remate excelente de haber acabado en el penúltimo episodio de esta temporada porque, con todo lo que las ha traído hasta aquí, era el más real de todos los episodios. Esas relaciones de la adolescencia y la universidad que parecen irrompibles y que con el paso del tiempo se van diluyendo, a veces con grandes discusiones, otras simplemente porque la vida nos lleva por distintos caminos, otras porque simplemente se desvanecen con el tiempo, es lo más sentido y natural que ha discurrido por toda la serie y habría sido una manera deliciosamente amarga de rematar no solo la serie, también la edad adolescente e inmadura de estas cuatro protagonistas que ya deben afrontar de verdad la edad adulta. Estaban consiguiendo que me congraciara con la serie tanto que no podía creerlo y hasta tuve que echar un vistazo al número de episodio al terminar, pues no entendía qué más se podía decir después de tan buen remate.
Y fue aquí donde Girls me demostró de nuevo por qué nunca ha sido santo de mi devoción, por qué nunca la he terminado de comprender, por qué pienso que Lena Dunham aún tiene mucho trabajo por hacer en esa cabecita para poder erigirse en bandera de nada. Porque si el mensaje final que nos dejan es la importancia de que una madre de el pecho a su hijo, creando un trauma a quién no puede o directamente no quiere amamantar a su bebé, es que no hemos avanzado nada y ese parece ser el mensaje central de estos últimos 30 minutos que deberían resumir toda la serie y que quedan resueltos con el broche final, ese lazo perfecto, ese final feliz: el bebé chupa teta otra vez, no tendrá que tomar biberón. ¿En serio?