Previsible es el adjetivo que mejor describe el final de Velvet que pudimos ver ayer en Antena 3. Tras cuatro temporadas de idas y venidas de sus parejas protagonistas, de amores imposibles, de desengaños y locuras de amor en distinto grado, el episodio final no podía terminar de otra manera que como terminó ayer: con la boda de Alberto y Ana, el reencuentro definitivo de Clara y Mateo y evitando que ese acercamiento entre Doña Blanca y Emilio terminara en una relación amorosa que en ningún momento tuvo química, pese a que en los últimos episodios nos lo quisieran hacer pensar.
Yo, que soy muy partidaria de las series que terminan con sorpresa, con valentía y riesgo, dejando a los espectadores con ganas de comentarlas, aunque sea para ponerlas verdes, reconozco también que este caso era diferente y que dejarlo todo patas arriba o buscar un giro inesperado no era una opción aquí, pues hubiera sido traicionar los principios de la comedia romántica que nos han atrapado todos estos años. Aquí había que seguir funcionando al pie de la letra y no inventar, aunque el episodio final resultara algo soso y sin tensión.
Como la narrativa impedía hacer trapecismo con las tramas y personajes, los creadores de Velvet decidieron sacarse de la manga un directo que aportara toda esa tensión que la propia historia no pedía y fue así como pudimos asistir a una traca final que convirtió este último episodio en un auténtico evento televisivo. 14 cámaras de cine para 15 minutos de ficción en hasta cinco sets distintos, conectados entre sí, por los que discurrieron gran parte de los actores más destacados de la serie en un impresionante ejercicio de interpretación pero, sobre todo, un tremendo esfuerzo técnico que salió a la perfección.
Sobre la pantalla, sobreimpresionado el rótulo que indicaba que estábamos asistiendo a un directo, aunque no hubiera sido casi necesario, pues eran más que evidentes las diferencias con las secuencias que estaban ya grabadas y editadas, en todos los sentidos. Para empezar, la luz era completamente distinta, mucho más oscura y anaranjada, con unas sombras a las que no estamos acostumbrados, que rápidamente nos avisaban del cambio. El sonido era distinto, con el eco propio de los grandes espacios. El movimiento de los actores por la escena se apreciaba mucho más marcado, más mecánico, para asegurarse de que las posiciones eran las necesarias para que las cámaras encuadraran bien sin necesidad de hacer movimientos bruscos, en una coreografía perfecta que siempre ha sido una de mis cosas favoritas de las series de Bambú. Los personajes se movían con cierta soltura y aunque el plano/contraplano era casi imposible al no poder esconder las cámaras para llevarlo a cabo, había cierta sensación de espacio y en ningún caso se escapó un tiro de cámara que revelara a ningún miembro del equipo técnico que no debiera estar ahí. Los actores recitaron sus textos sin olvidos aparentes, encajaron perfectamente en sus papeles y, aunque hubo un cierto grado de sobreactuación, derivado posiblemente del exceso de adrenalina, todo funcionó como un reloj.
El problema de este directo es que la suma de todos los elementos esenciales del mismo: la luz, el sonido, los tiros de cámara, las actuaciones, hacían parecer que nos encontrábamos frente a una telenovela, se perdía parte de la libertad que proporciona la grabación y toda la postproducción, quedando un producto final mucho más acartonado e imperfecto, aunque todos los elementos estuvieran en su sitio, aunque todos los profesionales sacaran adelante sus tareas con solvencia. El resultado era, sin duda alguna, peor en lo formal, con una percepción de calidad claramente menor, pese a que es mucho más difícil de hacer, pese a que las herramientas necesarias para hacerlo sean más sofisticadas, pese a que todos los implicados deban dar mucho más de ellos mismos de lo que es preciso en su día a día. Y ese era el valor de este episodio final, eso era exactamente lo que se estaba poniendo sobre la mesa, el verdadero reto. No se trataba de hacerlo bonito, porque todos sabían que la impresión final sobre la pantalla iba a ser menor, se trataba de hacerlo bien, de disfrutar haciendo televisión, de armarse de valor y decir «podemos con todo» y de añadir a un episodio final tan previsible toda la tensión de un directo, toda la magia de la televisión, para gozo de todos los espectadores pero, sobre todo, para gozo de todos los implicados en la producción, que estoy segura ayer tardaron horas en conseguir rebajar el subidón de adrenalina.
El directo televisivo es vida, es emoción, es profesionalidad. Aunque esos 15 minutos de Velvet no hayan sido los más lucidos ni los más bonitos de la serie, han sido, sin ninguna duda, los más emocionantes y todos merecen un gran aplauso por haberlo pensado, por haberse atrevido y por haberlo completado tan bien. Solo puedo decir ¡Enhorabuena!