Lo de Ryan Murphy es tan admirable como lo de Shonda Rhimes. Aunque puedan parecer, y de hecho son, dos creadores completamente antagónicos, hay algo en ellos que hace que sus productos brillen de una manera especial y que tengan cierta garantía de éxito, algo imposible de predecir en el mundo televisivo pero que, con ellos al mando, empieza desde un escalón más arriba que sus competidores.
Con esto en común, hay sin embargo un elemento que los hace distintos: ella tiene un patrón muy definido, con sus poderosas mujeres al mando, con sus débiles mujeres al mando, llenas de contradicciones internas, casi proporcionales al éxito profesional que consiguen. Seña de identidad clara de los productos Rhimes. Sin embargo, el caso de Ryan Murphy es el contrario, no hay nada en sus producciones que podamos identificar como elemento común: lo mismo le da a la comedia juvenil como Glee, que al terror de American Horror Story, a la comedia abiertamente gay y anticlerical de The New Normal, que a la puesta en escena de algunos de los crímenes más conocidos de la historia de EE.UU.
Y es en este punto en el que quiero detenerme hoy, pues no necesito ver los dos últimos episodios de American Crime Story para saber ya que nos encontramos ante un nuevo ejemplo de lo bien que Ryan Murphy traslada a la pantalla las historias más variopintas que pasan por su cabeza o por la propia historia de América. En este primera entrega, dedicada al caso de OJ Simpson y su juicio por el asesinato de su ex-mujer y su nueva pareja, Murphy es capaz de hacer una brillantísima recreación de una historia de sobra conocida, logrando mantener la tensión, novelando algunos pasajes y dotando de gran intensidad a un producto que nos hace pensar lo sobrevalorado que esté el tema de los spoilers, que en este caso no restan un ápice de emoción a esta historia criminal. Es el valor de una historia bien contada a través de una excelente construcción de guión y a una muy buena interpretación, otro gran riesgo tomado en esta serie y que da un espléndido resultado.
Caras tan conocidas como las de John Travolta, Cuba Gooding Jr., David Schwimmer o Connie Briton interpretan a personas reales que son tan o más conocidas que los actores que les dan vida, dando un salto con doble tirabuzón que muy pocos podrían conseguir y que hace que, al cabo de un par de episodios, olvidemos por completo quién está detrás del personaje y veamos solo la historia, llegando a plantearnos nosotros mismos esa duda razonable que terminó por exculpar a OJ.
American Crime Story es un ejemplo más de cómo algunas de las más impactantes historias criminales de EE.UU. pueden convertirse en grandes historias televisivas, sin necesidad de inventar grandes giros argumentales, una prueba más de que la realidad puede ser mucho más cruel y delirante que la ficción pero, sobre todo, de que no es necesario sorprender al espectador constantemente y a cada paso, que una historia, cuando está bien contada, puede enganchar y resultar atractiva aunque ya sepamos su desenlace. Yo, que soy tan enemiga de los spoilers, no me reconozco con lo mucho que llego a engancharme con estas historias.