Hace ya mucho tiempo que eso tan conocido de la maldición de la segunda temporada ha quedado atrás. Es cierto que sigue siendo muy complicado estar a la altura de las expectativas de un público cada vez más exigente cuando en una primera temporada has logrado conquistarle y sorprenderle, pero no es menos cierto que últimamente hay segundas temporadas aún mejores que las primeras. Es posible que uno de los motivos de este cambio sean las temporadas cortas, series que con diez o trece episodios en su primera andadura, no hacen sino construir los cimientos para una historia que explota por completo en su segunda entrega y que hacen del conjunto uno extraordinario, por encima de antiguas experiencias en las que la primera temporada parecía agotar el talento creativo de sus responsables, que se arrastraban por la segunda sin saber muy bien qué hacer.
Los dos ejemplos más claros de la televisión reciente los encontramos con The Leftovers y The Affair, dos modelos muy distintos de serie, uno extraño, introspectivo, casi onírico, mientras el otro se centraba más en el truco narrativo de los dos puntos de vista, en el juego con el espectador y el no saber si nos encontrábamos ante una historia real o la traslación de lo real a la ficción que novela su protagonista.
Nos encontramos sin embargo ante dos series que se mueven en torno a un mismo elemento: los sentimientos corrientes de gente corriente en distintos momentos de una crisis personal y eso es lo que, en sus respectivas segundas temporadas, se muestra de forma tan abierta, tan descarnada, tan real, que las hace maravillosas.
En dos situaciones tan distintas como pueda ser el fenómeno sobrenatural que hace desaparecer a parte de la población o la sencilla crisis vital de un escritor frustrado y una madre que ha perdido a su hijo en un accidente absurdo, el resultado es exactamente el mismo: la desazón, la necesidad de huir, la empatía con cosas que nunca se plantearon, la necesidad de amar y ser amado, el cambio de prioridades, las dudas.
The Leftovers y The Affair no tienen nada que ver en su planteamiento, pero resultan igualmente interesantes a la hora de analizar los sentimientos humanos, los motivos que nos llevan a equivocarnos y a no dar los pasos necesarios para organizar nuestra vidas en torno a lo que realmente queremos o creemos querer. Ambas muestran la huida hacia adelante de unos personajes que se sienten atrapados en sus circunstancias personales y que querrían volver a un pasado predecible y rutinario en el que las cosas que pensaban les producían dolor eran pura caricia al lado de los que les está tocando vivir en un presente cainita y desesperado.
The Affair es más floja en su conjunto, pues en mi opinión Ruth Wilson no termina de engancharse a su papel y los guionistas lo saben, de ahí que hayan dado más fuerza en esta segunda temporada a Maura Tierney, que está espléndida y me hace interesarme por su historia mucho más de lo que nunca me interesó la de su estúpido marido.
The Leftovers por su parte es brutal, solo puedo definirla con esa palabra. Cada episodio, tanto más cuanto más te acercas al final, es como una paliza, como si un camión te hubiera pasado por encima. Me costó muchísimo ver la primera temporada, no entendía lo que querían contarme y la estructura me parecía fallida. En este caso, me ha pasado todo lo contrario y he disfrutado tanto con la segunda que estoy pensando volver a ver las 10 primeras, porque está claro que algo me he perdido en el camino.
En cualquier caso, hay algo que está muy claro: hay segundas temporadas muy malas pero hay otras que son magníficas y estas dos series son un claro ejemplo de ello. Dejemos de echar la culpa a absurdas maldiciones y reconozcamos que es solo cuestión de talento.