Llueve y como llueve, acabo de ver de un tirón seis episodios de la última temporada de Masterchef. Estos maratones son mas fáciles de hacer con la versión americana que con la española, aunque solo sea porque cada uno dura menos de 50 minutos, y no deja de llamarme la atención las muchas diferencias que encuentro con la versión patria, a la que también soy muy aficionada.
De entrada, me cuesta creer que haya tanta diferencia en las capacidades culinarias de los concursantes, aunque solo sea por la larga tradición gastronómica que nos rodea, frente a la mala fama que arrastra la cocina norteamericana. Nada que ver sobre el papel, aunque luego descubras una vez allí que la capacidad para comer bien solo depende del bolsillo y que, incluso en los sitios más económicos y sencillos, la experiencia de poner unos pocos ingredientes en un plato está mucho más trabajada en EE.UU. que en España, quizá por esconder un producto de peor calidad, sí, pero ayudando notablemente a eso tan demandado en concursos de cocina como el emplatado.
La mezcla de razas que inunda cualquier lugar de EE.UU. también es muy importante a la hora de cocinar. La tradición que arrastran los concursantes de la versión española del programa suele ser bastante pobre, limitada a la cocina tradicional de cada parte de España, un país muy rico en materia prima de calidad, pero pequeño al fin y al cabo y que no presta atención a numerosos ingredientes presentes en otras culturas que son habituales en la versión americana del programa. Allí, el que no tiene una abuela mexicana, la tiene de India, de China o de algún remoto país africano y eso se nota en platos llenos de matices y, sobre todo, en la gran variedad de cosas que pueden llegar a hacerse con los mismos ingredientes.
Otro elemento diferenciador, este más cargante, todo hay que decirlo, es el dramatismo con que los norteamericanos afrontan cualquier cosa, más aún estas oportunidades vitales que pueden suponer un antes y un después en la carrera de madres solteras, deportistas retirados, abuelas aburridas o padres amos de casa. La más convencional de las vidas puede resultar apasionante en boca de sus protagonistas y más todavía con la correspondiente pátina de la edición del programa, un prodigio de narrativa que sabe cómo hacer llegar los puntos esenciales de la personalidad de cada concursante, sin necesidad de estar constantemente recurriendo a ellos mediante provocaciones y ediciones tramposas, aunque solo sea porque la duración de cada entrega apenas deja tiempo para otra cosa que no sea la cocina.
Y aquí llegamos al último elemento distinto entre ambas versiones, el más obvio y el que hace que la producción española tenga más complicado crear un producto de ritmo mínimamente parecido: la duración. No es lo mismo editar un programa de más de dos horas que uno de menos de una, no es lo mismo fomentar el elemento cultural y promocionar zonas geográficas, cocineros y denominaciones de origen, que simplemente construir tensión sobre un concurso en el que el producto es solo un vehículo para contar una historia. Y no digamos ya lo bien que le sientan a Masterchef US las pausas publicitarias.
Difícil la comparación entre dos programas que, siendo lo mismo, parten de elementos tan complicados de comparar pero, sintiéndolo mucho, si me dan a elegir, me quedo con los americanos. Afortunadamente, no tengo que hacerlo.
Que gran verdad, pero yo sería más radical, prefiero las ediciones internacionales que ponen en Cosmo, cualquiera, antes que la nuestra. La duración es el lastre que llevan todas nuestras producciones y es en los concursos de este tipo donde más se nota. Un programa de cocina y más, un concurso de cocina, no puede durar dos horas. No puede acabar a la una y media de la mañana. Es que no puede. Eso acabará matando al programa porque no hay quien pueda seguirlo. Además que llega a aburrir. En una serie lo puedo tolerar, me lo tomo como si fuera una película, pero en concursos es que no hay manera que tengan ritmo (esto mismo puede aplicársele a La Voz la verdad).
Siempre he dicho que TVE debería plantearse, si quiere mantener el formato tal cual, dividir el programa en dos noches para que quede más dinámico. Dos pruebas un día y dos al siguiente o algo así. Pero no creo que nada cambie, seguirán con el programa igual hasta que la gente acabe harta porque pocas personas pueden quedarse hasta la madrugada para ver el final y si no ves a quien expulsan ¿para que ver el resto?