¿Que tienen en común la infanta Cristina y el ministro Wert? Pues en estos últimos días, mucho más de lo que pudiera parecer y, en lo que concierne a este blog, una cuestión muy evidente: su presencia o no en un lugar concreto está desviando la atención de los medios hacia cuestiones meramente anecdóticas, no permitiendo que la información y el espectáculo se desarrollen como realmente deberían, o como yo personalmente creo que deberían desarrollarse.
Vamos con el tema de la infanta. Meses hablando sobre su imputación o no, meses discutiendo si se trata de una mujer independiente y adulta, responsable de sus propias decisiones, o de una mujer sumisa, como las del famoso libro, que hace todo lo que su maridito le dice sin pedir explicaciones y amparada por una ley que «protege» esa sumisión y hace de la ignorancia virtud. Meses hablando de la persona, la institución y sus ramificaciones, tanto políticas como sociales y, sobre todo, estéticas, para ahora, cuando ya por fin la justicia avanza en el sentido que muchos pedían, perder el tiempo en discutir, casi de forma monotemática, sobre la manera en que la imputada conducirá sus pasos en el tramo final de su camino al juzgado.
Hay quienes se revuelven y hablan de hurtarnos el derecho a ver unas imágenes que harán historia, hay otros que hablan de sobreprotección de la acusada por ser hija de quién es y al final el eterno «la justicia ha de ser igual para todos». Sea como sea y teniendo en cuenta que todos los argumentos tienen parte de razón, llevamos semanas hablando del paseillo, como si eso fuera lo único que importa al ciudadano, como si lo de menos fuera si ha desviado fondos de forma ilícita o si su firma vale como avalista de las supuestas malas prácticas de una empresa de la que es propietaria. Eso es lo que debería importarnos, no si cruza la calle andando o en coche. Las imágenes para la historia, a mí que me perdonen, pero no creo que sus pisadas sobre esa rampa sean lo importante, sino el hecho de haber, supuestamente, metido la mano donde no debía. ¿De qué se va a hablar mañana entonces: de por qué no fue a pie si no fue? ¿De lo mona que iba y el alisado que llevaba si finalmente va andando? ¡Por favor, que no estamos hablando de alfombras rojas!
Donde sí es importante el paseíllo, la alfombra roja, los peinados y los vestidos y trajes es en otro gran evento informativo que tendrá lugar también este fin de semana, la gala de los Goya. Ahí sí se trata de hacer espectáculo, de ver los modelazos, de entretenerse durante horas comentando si van guapos o no, de quién son las prendas que visten, alimentando un ‘star system’ tan necesario como la propia industria y luego, los premios, que serán muy bienvenidos por unos, muy protestados por otros, que darán pie a discursos de aceptación repetidos en todas las cadenas cuando así lo merezcan, bien por lo original, por lo trastabillado, porque su protagonista se emocione más de la cuenta o ¿por qué no? por la crítica social y política habitualmente presente en esta gala.
En eso consisten los Goya, y cualquier otra gala de premios similares, en dos partes bien diferenciadas pero perfectamente conjuntadas, el glamour de una alfombra roja con el reconocimiento de la industria a sus favoritos, un acto siempre muy endogámico, muy pelotil y lleno de hipocresía (no el nuestro, todos los de su estilo), pero un espectáculo cuyo fin principal ha de ser el de impulsar la industria, desde la industria. Una fiesta que alimente en los espectadores las ganas de ver cine español, las ganas de seguir a un determinado actor o director y el orgullo de lo nuestro, algo que en ocasiones se ha perdido de vista, convirtiendo la gala en otra cosa, muy política, muy reivindicativa y muy alejada de lo que el cliente final necesita para animarse a gastar 10 euros en comprar el producto.
Pero tampoco aquí falta la polémica: se trata de un evento no institucional en el que pueden hacer lo que quieran, incluso protestar y ofenderse porque el ministro de cultura decida no ir en representación de su ministerio, dedicando los dos últimos días de calentamiento del evento a hacer política y no espectáculo. Que digo yo, que esto es como estar todo el año poniendo verde a tu cuñado y luego protestar porque no viene a tu fiesta de cumpleaños. Ni unos soportan estar en la misma sala que el ministro, ni este ha demostrado nunca estar dispuesto a hacerles caso alguno ¿para qué va a ir? ¿no estarán todos más sueltos y contentos si se liberan del cuñado pesado y jeta? Son ganas, una vez más, de desviar la atención sobre lo que de verdad importa, o debería importar, la fiesta, la alegría de juntar a todas las caras conocidas de un sector en un mismo lugar y verles sonreír, comprobar que son de carne y hueso, que sudan debajo de sus caros trajes de seda o que solo saben combinar las prendas cuando hay un equipo de vestuario detrás. Que dejen al ministro que no vaya, que no tenemos ganas de verle, que no queremos hacerle protagonista, que no lo es y lo están haciendo. Desviando la atención de lo que realmente importa.