A nadie escapa que la televisión que vivimos está consiguiendo desdibujar la línea que separa realidad de ficción de una manera que, no por evidente, deja de ser polémica en muchas ocasiones. Desde los propios formatos dedicados a hacer entretenimiento a partir de eventos y vivencias reales como Gran Hermano, a otros más guionizados como ¿Quién quiere casarse con mi hijo? o directos en los que cualquier cosa puede pasar y el espectador no sabe si se enfrenta a un chiste o una realidad delirante como Sálvame.
Hasta tal punto ha llegado esta mezcla de géneros, tánto se han mezclado la información con el entretenimiento y la ficción, que hasta los dramas más locales se convierten en entregas serializadas que bien podrían formar parte de cualquier culebrón de sobremesa. Historias que se nos presentan por capítulos, manteniendo el interés del espectador sobre cual será el siguiente movimiento de sus protagonistas, a los que además presentan con cuentagotas, con impredecibles giros de tuerca, cuyo desenlace se mantienen hasta el día siguiente, creando auténticas novelas por entregas alrededor de lo que, lamentablemente, son historias reales, de gente real que sufre porque tienen a la policía a la puerta de su casa esperando que salgan para quitarles a sus hijos, gente que lleva años luchando por un indulto que no llega a una pena de carcel excesivamente dura o familias que buscan el castigo a un crimen atroz que les arrebató a sus seres más queridos y a quienes la justicia parece dar la espalda.
Hablo por supuesto de los programas magazine que las dos principales cadenas emiten cada mañana y en los que, cada vez más y en ocasiones por duplicado, asistimos a la narración de desgarradoras historias familiares de personas que acuden a estas presentadoras madrina como último recurso para una resolución judicial que no llega, una que consideran injusta o una llamada de auxilio a abogados que intercedan por gente con pocos recursos, por poner solo unos cuantos ejemplos recientes. Son personas que creen que acudiendo a la televisión pueden encontrar una mejor y más rápida solución a sus problemas y que, en no pocos casos, solo esa llamada de atención hace reaccionar a quienes deben poner los medios para resolver injusticias, un recurso perfectamente comprensible e irreprochable desde el punto de vista de alguien que está sufriendo. También hay engaños y utilización maliciosa de estos mismos recursos, pero ahí ya solo queda encomendarse a la pericia de los reporteros para reconocer a quienes tienen un problema real o quienes buscan aprovecharse de los medios para engordar o hacer creíble su mentira.
Se comprende también que las cadenas quieran tratar estos temas, primero porque dan audiencia, segundo porque a nadie amarga ser capaz de ejercer de ángel de la guarda de gente anónima con algo tan sencillo como utilizar la popularidad de un programa o una presentadora, del mismo modo que un abogado desconocido se ofrece para resolver alguno de los problemas relatados para, además de hacer el bien, darse un poco de publicidad, que nunca viene mal.
Buenas intenciones que además dan buena audiencia y que, en la manera en la que evolucionan como historia, en la forma en que se presentan, cada vez se parecen más a un folletín, cada vez nos trasladan con mayor facilidad a esas películas basadas en hechos reales que, en la mayor parte de los casos, discurren más rápido que la realidad y sus dramas. A veces me pregunto cuánto daño hace este tratamiento a quienes, como espectadores, ya no distinguen realidad de ficción y a las propias víctimas, que podemos llegar a confundir con héroes y madres coraje de ficción.