En apenas una hora comienza una nueva entrega de Gran Hermano y tengo la sensación de que este puede ser una de las últimas ediciones del concurso que veamos… será la mala suerte de la que sería la décimotercera edición.
Nunca he sido superfan del concurso, aunque he seguido con cierto interés las fases finales de casi todas las ediciones, reconociendo a sus participantes y tomando partido por unos u otros en su afán por lograr el famoso maletín, y los numerosos contratos de polemista que lo acompañan. La presencia de Mercedes Milá también ayudaba, logrando animar muchos de los programas de los jueves, tanto por sus modelitos como por las broncas que monta a concursantes, familiares, ex-concursantes y amigos en las que demuestra que a veces se encuentra demasiado cómoda en su papel.
Sin embargo, este año el reality no me interesa en absoluto, ni por los concursantes, que no me despiertan interés ni simpatías, ni siquiera me molestan más allá del tono de voz de alguna de las chicas, ni por la constante toma de partido de Mercedes y sus numeritos.
Las audiencias tampoco están pasando por su mejor momento, especialmente desde que compite con la nueva y muy saludable temporada de Cuéntame, rondando el 17-18% de share, bastante bajo para los números que acostumbraba a conseguir el programa. ¿Estaremos pues ante la última temporada de Gran Hermano?¿Será la decadencia final de los realities, largamente anunciada pero que nunca termina de llegar?
En enero se estrena Operación Triunfo, que sin la presencia de Risto en el jurado, pero con la de Nina en el despacho de dirección, intentará volver a sus orígenes y recuperar el interés de la audiencia por un reality en el que la gente tiene talento para algo más que llevar una minifalda o mostrar los musculitos. Si este tampoco funciona, puede que Telecinco haya perdido el toque… o que simplemente nos hayamos aburrido ya de ver siempre el mismo formato.
El problema que veo yo, más que en Gran Hermano en sí, es en la filosofía que lo acompañó desde su nacimiento, una filosofía de endogamia televisiva. Al final los contenidos han degenerado tanto, que un programa como Sálvame ocupa la práctica totalidad de la tarde (con el permiso del irreductible Pasapalabra, y suerte que aún existe).