Con todos los cambios televisivos que estamos experimentando, fundamentalmente la fragmentación de las audiencias y la reducción de eficacia de la publicidad, son muchas las cabezas pensantes que se plantean cómo lograr que sus productos se hagan conocidos entre el gran público a través de lo que aún es una de las actividades de ocio más populares.
Entre las posibilidades más comentadas, la del ‘product placement’, una práctica prohibida en algunos paises, tolerada en otros y perfectamente legal y hasta abusada en no pocas ocasiones. Esta práctica, que puede parecer moderna, no es más que una evolución de las más antiguas formas de hacer publicidad en televisión, una práctica que he recordado viendo Mad Men y que lamentablemente ha dejado de ser utilizada y, por las características de la oferta actual, es prácticamente imposible de reproducir.
En aquellos tiempos, las principales agencias de publicidad recibían los guiones de los programas de televisión un tiempo antes de su emisión, por lo que sabían exactamente los valores y acontecimientos con los que interesaba asociar sus productos o bien aquellos que de ninguna manera querrían ver junto a sus clientes.
De esta manera, no solo se buscaban aquellos programas con valores positivos, sino que el simple rechazo de aquellos otros más polémicos, duros o desagradables, provocaba una corriente de «buenismo» en la producción que facilitaba el interés de los clientes por aparecer en determinadas cadenas y programas, financiándolos y creando así un círculo virtuoso.
En qué momento los anunciantes dejaron de preocuparse por los valores que transmitía la televisión y empezaron a preocuparse solo de las audiencias es para mí un misterio, pero parece que con el cambio perdimos todos, quizá no en entretenimiento, pero si en calidad de la producción.
Echamos la culpa de los programas de baja calidad a los espectadores que los demandan y pedimos a las cadenas de forma reiterada que dejen de emitir ciertos contenidos y busquen la calidad por encima de la audiencia a toda costa pero, nos olvidamos de que son los anunciantes los que verdaderamente pueden hacer algo para romper este círculo vicioso, negándose a avalar ciertos programas, renunciando a aparecer como patrocinadores de broncas, montajes o producciones de dudoso gusto.
Este planteamiento suena imposible, pero no descartemos sus posibilidades, al final la publicidad, como tantas otras cosas, es cíclica, y no sería de extrañar que termináramos por volver a las más elementales prácticas para buscar la empatía con el consumidor.
Todo muy bien planteado, pero creo que olvidas un punto importante. De seguir las tendencias de antaño, series de televisión como Dexter no habrían visto la luz nunca -dejemos aparte el hecho de que es un serie de cable, aunque eso refuerzo mi punto-, ella y otras no habrían dejado el papel si todos los anunciantes estuvieran preocupados -hipócritamente- por enseñarnos algo. La publicidad es dinero, y la televisión también, por mucho que nos pese.
Ya desde hace años, la tendencia no es culturizar sino vender a toda costa. Los programas basura abundan, pero también los hay de calidad. De lo bueno, poco. Dexter -una serie que hubiese sido satanizada antes- es una oda a la buena televisión que los anunciantes no hubiesen dejado mostrar en televisión abierta.
No toda la seudomoralidad está perdida.